No sé si la celebras, pero a mí este tiempo del año me genera muchas emociones. En este microrrelato la protagonista, ya anciana, recuerda una de sus navidades pasadas. Pero a diferencia de Scrooge, creo que no tiene nada de qué arrepentirse.
Espero que te guste.
La primera vez que vi las luces de Navidad en el pueblo aún llevaba trenzas.
Mi hermana pequeña, pegada a mis piernas, fascinada como yo ante aquella maravilla que competía con las mismas estrellas. Algunas luces se extendían en hileras simples y otras formaban una trabajosa estrella de Belén, con cola y todo. Aquellos hombres, cargados con cables y bombillas en las escaleras, se me antojaban verdaderos artistas. Casi les aplaudo. Mi padre me dijo que al menos me esperara a que las encendieran.
De los nervios, me puse a bailar con mi hermana. Cuando eres pequeña, las emociones te llenan por dentro y las tienes que sacar por fuera en movimiento. Al crecer, creo yo, nos cabe más y la emoción se queda contenida.
Pues no me da la gana. Hoy han puesto las luces otra vez. Miro a mi hermana.
¡Vamos a bailar, María!
Sandra García Gata
Procesando…
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Dicen que la claridad lleva al éxito y, sinceramente, creo lo mismo.
Qué quiero, hacia dónde deseo ir, qué no voy a tolerar más, qué deseo crear, qué voy a construir.
Cuando no me hago estas preguntas, otras personas las responden por mí.
Me harán seguidora de sus sueños, constructora de sus ambiciones, esclava de sus límites.
Ya no seré más la protagonista de mi vida, sino un personaje secundario en la película de la vida de otra persona. Con suerte, alguno importante, con más líneas. Nada más.
Pero la vida es breve, rara, preciosa, un milagro biológico. Y más que todo eso, ¿sabes qué es mi vida? Mía.
Si no tomo este tiempo en mis manos, otros lo tomarán para sí. Utilizarán mis recursos para hacer sus vidas más fáciles.
Si no impongo límites y marco mis estándares, seré un postre delicioso para cualquier narcisista.
Si no me aprecio, si no soy capaz de ver el amor dentro de mí, me moriré de hambre y pediré en la puerta de cualquiera las sobras de sus afectos en todas mis relaciones.
Mi vida es mía. Es tan valiosa que solo puedo compartirla y participar de lo que comparta otra persona. Es mi instrumento de co-creación con otra persona. Es una manera de crecer juntos, pero nunca un medio para tapar carencias. Nunca para «arreglar» a otro, nunca para evitar la soledad.
Traduce vida en energía, en amor. Ese amor no tapa agujeros. De hecho, es tan luminoso que lo que está por limpiar se hace aún más evidente. Es un acto valiente el curar los traumas propios, mejorar la manera de comunicarse, aprender a expresar cómo queremos ser amados, aprender a amar al otro de manera en que realmente lo note.
La vida no espera.
El tiempo atenúa el dolor, pero rara vez cura por sí solo.
El amor no es rutina, de hecho la inercia hace que se muera de hambre.
Es una fuerza viva y que permanece en continuo movimiento. Es la pura esencia que te llena de inspiración para ser mejor.
Hoy tomo las riendas de mi vida, de mi energía y del amor.
Cuando vi mis cartas de amor tiradas en la basura, sin doblar, sin romper, no me dolió. Levanté las cejas con sorpresa y me dije a mí misma que aquello era natural. Que estabas pasando por tu proceso de duelo y no te importaba dejar mis palabras allí desnudas a la vista de todos. Tu dolor era más fuerte que mi dignidad.
Entonces las cogí, las rompí y las tiré de nuevo. Sentí hasta un poco de gratitud de que estés soltándome, con rabia, con desazón, como sea.
Y sin embargo hoy, en medio de una pesadilla en la que le limpiaba el polvo a no sé cuantas radios con cassette incorporado de los 90 bajo las instrucciones de un tío al que hace una década que no veo, me despierto con la frase: «Tú no tienes cartas para tirar».
Es verdad. No tengo cartas para tirar. Esa idea me azota la cara como el viento frío de la noche, cuando sales del bar a ver si se te pasa la soñera.
No tengo sino un coche sin gasolina que llevo años empujando sola. Cuesta arriba, cuesta abajo.
En el coche te montabas de cuándo en cuándo para recordarme que es bonito saber que tienes un coche. Se lo puedes contar a todo el mundo, al fin y al cabo, otras personas no tienen coche. Siéntete afortunada.
El coche no va lejos. No viaja. Cómo va a viajar, si nadie le puso gasolina. Le saco brillo, me digo a mí misma que tengo un coche, pero es un coche que no vale para nada. El coche pesa. Empujo y empujo, a veces bajo tu exigente mirada, quizá no lo empujo lo suficientemente bien. Con el tiempo, se ha llenado de polvo. Con el tiempo, te quedaste con la idea filosófica de que tenías un coche y hasta te olvidaste de mirarlo.
Me cansé de limpiarlo. Me cansé de empujar.
En el ahora, no tengo cartas para tirar. El coche ha sido invadido por la naturaleza y con los días y el óxido, se quedará en el recuerdo.
El día de hoy, camino con piernas fuertes. El corazón, más sabio, me advierte que no debo subirme a cualquier coche.
«De por qué te estoy queriendo, no me pidas la razón…»
Nino Bravo sonaba en la radio, anacrónicamente, pensó ella. Como si se hubiera colado una interferencia para hacerle llegar un mensaje. Así era ella, una mujer que se consideraba inteligente y racional, pero que seguía pidiéndole señales a la lista de Spotify sobre qué actitud tomar ese día sobre tal tema o cual persona. Que si la siguiente canción era en español, él estaba pensando en ella, pero si era en inglés, entonces no. Se reía agridulcemente al pensarlo, porque aún esperaba que sus señales fueran ciertas y la vida encerrase cierta magia indescifrable.
«Te quiero vida mía, te quiero noche y día, no he querido nunca así».
Sabía que no era verdad. Sentada en aquella incómoda silla del café, la sensación que invadía su cuerpo era ansiedad. No se sentía segura porque notaba que no se podía relajar en aquella relación que no tenía ni nombre, ni reglas, ni tiempo. Sus sueños, sus anhelos, eran películas proyectadas en la mente que la mantenían entretenida mientras el tiempo pasaba y él le regalaba algunas miguitas de atención desde la distancia.
Ella picaba como un pajarito hambriento.
¿Era suficiente? ¿Era justo? ¿Pedía demasiado? ¿Esperaba mucho? Quizá era una impaciente que le pedía flores a una semilla recién plantada? Se preguntaba, dándole al shuffle de nuevo.
Siempre había soñado con el gran amor. Gran. Inmenso, cubriente, acogedor pero también pesado y confortable como una manta antiestrés, que la hiciese sentir arropada y segura para poder volar. Ahora flotaba, pero la sensación era incómoda porque no volaba lo suficientemente alto sino que se mantenía suspendida a escasos centímetros del suelo, sus bailarines pies inquietos y sin música de fondo.
Pidiendo a Spotify que, si esta vez esto es amor verdadero, que suene mágico y anacrónico el «Te quiero, te quiero» de Nino Bravo.
Lo que más deseamos es ser libres y en nuestra libertad, ser aceptados y amados. Algunos lo tienen un poco más complicado.
Espero que te guste.
– Si me viera mi madre…
Jacinto sonrió a su reflejo mientras hacía los últimos ajustes en su vestuario. Su corpachón se enfundaba en el brillante vestido de satén, casi reventaba en la cremallera lateral que, ajustadísima, se ondulaba creando las curvas de las que su cuerpo naturalmente carecía. El corsé terminaba en los pechos de silicona, de acabado natural, cuyo límite había conseguido camuflar con maestría y maquillaje convirtiéndolo en su propia piel. Acarició Jacinto cada ribete, cada trocito de encaje y cada lentejuela, respirando con ilusión, suspirando con miedo. Se veía guapo después de todo, en aquel solitario e improvisado camerino.
Con las manos temblorosas y maldiciendo las uñas postizas, repasó con negro la línea de las pestañas en sus ojos pardos de sesenta años. Se recordó, más joven e inexperto, realizando clandestinamente el mismo movimiento. Mientras cubría su piel con capas de maquillaje, sus párpados de azul violáceo y su cabeza con una estilizada peluca, podía verse con más claridad que nunca. De esta guisa, disfrazado de pies a cabeza, no quedaba espacio para llevar la máscara invisible con la que había cargado todos los días de su vida.
El niño Jacinto se dio cuenta pronto de que era diferente al resto y con esa realización, también vino la de que ser diferente no era seguro. No lo notarían, se contaba, si se fijaba en el más correcto de sus amigos y lo imitaba. Algún niño ejemplar, de esos a los que sus padres sólo miran sonriendo. Si era necesario, rezaría para que no se viera. El niño Jacinto se escondía como la luna nueva, presente y sin embargo velada. Que su padre no le viera, dios mío, que no le hiciera desatar su voz de tormenta. Que diría don Francisco al darse cuenta de que su único hijo era un desviado, un bujarra, un marijuli. En su imaginación de niño, sólo había dos destinos posibles: el rechazo de sus padres o, peor si cabe, que tratasen de arreglarle lo que tenía roto.
Al crecer, el joven Jacinto se volvió muy ducho en todas las artes del escapismo cotidiano. Sorteó las preguntas indiscretas y viajaba muy lejos de su pueblo para encontrarse con sus amigos. Se hizo abogado y se creó una reputación impecable. Incluso en esas, soñaba a veces con confiarle a alguien su verdad. Quizá a una de sus amigas. Quizá a su madre. Pero para él, cualquier confesión llegaba demasiado tarde. En todos los escenarios imaginados, su desnudez acababa en una pesadilla de laberintos angostos, sin salida posible. Sería mejor callarse, pensaba, hasta que el tiempo haga que la máscara se funda con la esencia y hasta él mismo pudiera creerse sus mentiras. Entretenía la idea de que, en ese momento, conseguiría relajarse y ser feliz.
Pasaron los años en procesión, acumulando glorias profesionales y amigos influyentes en todas partes. Se había convertido en el hijo al que sus padres miran con el orgullo por los logros conseguidos y con el lamento que da el miedo a morirse y dejarle solo, sin haber encontrado aún a nadie con quién compartir la vida. Jacinto esquivaba con destreza preguntas, insinuaciones y las presentaciones de otra Fulanita, amiga de tal, que también es soltera y profesional.
Todo iba a la par bien y mal, hasta que doña María enfermó y a Jacinto se le soltó una de las gomas de la máscara. No se le había ocurrido que la máscara no es tan fácil de llevar cuando el dolor te aturulla los sentidos. Con la pena y la cercana presencia de la muerte, no quedaba energía para seguir interpretando su papel con la maestría que acostumbraba. Jacinto se veía como una figura de porcelana de piernas rotas. Exquisito y lustroso por fuera y sin embargo, incapaz de sostenerse. Con los huesos doloridos y el alma en carne viva, decidió dejar la abogacía para cuidar a su madre en sus últimos meses.
Doña María tenía el cuerpo postrado, pero la mente despierta en los días de menos achaques. Le pedía a Jacinto que le leyera, porque ver la televisión era otra manera de estar solo, y así hacía cada tarde, pasear por las obras favoritas de su madre. Con sus comentarios jocosos y notas al pie, doña María le dejó ver que sabía de la existencia de la máscara y los secretos que tras ella guardaba. Desde hacía mucho, y si la apurabas, quizá desde siempre. Mientras la vida se le escapaba de las venas, le habló a su hijo de muros, de barreras y disfraces, de que ella se había puesto unos pocos a lo largo de su vida y se le habían clavado, como unos zapatos apretados y mal cosidos, robándole la alegría de caminar. Y qué alivio sintió al quedarse descalza y escoger unos zapatos hechos solo para ella. Jacinto notó el peso solemne de su máscara en los pómulos. La máscara estaba hecha, ahora se daba cuenta, del más pesado de los plomos.
– Hora de salir, cariño.
La áspera voz de Coqueta Lamour, presentadora del espectáculo, le arrancó de cuajo de sus recuerdos como a una fruta madura. Jacinto sentía, sin embargo, que aún estaba verde, que aquello no le traería más que nuevos riesgos y más voces críticas. El miedo a salir ahí fuera, a ser observado sin su máscara, le paralizaba las rodillas, ya temblorosas por tener que sostenerse en aquellos aparatosos zapatos de tacón. Entonces recordó que no hacerlo significaba quedarse de nuevo solo, atrapado en el zulo de su mente, desconocido por todos y desarraigado de sí mismo. Eso sí que le daba terror.
Llegó el momento de salir a la luz. Oyó las primeras notas del bolero que había elegido y su nombre artístico en los altavoces.
– Tenemos chica nueva en la oficina… ¡Diva Púrpura!
El ruido sordo de los aplausos y los silbidos del público le llenó el pecho y le puso los vellos de punta. Entre un mar de desconocidos, estaban los rostros de los amigos que habían visto a Jacinto sin máscara y habían declarado que él era más que suficiente.
Apartó las cortinas de terciopelo con ansia. Pies ligeros y mirada libre, se entregó a su interpretación en cuerpo y alma. Al dar la vuelta con la bata de cola, no pudo evitar pensar con alegría:
“Si me viera mi madre”.
Sandra García Gata
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